martes, 26 de agosto de 2014

Ílice.

Lo prometido es deuda, Elena de Ílice.

Las luces de un modernismo eterno no se apagaron esa noche como cualquier cosa. Un bullicio que apasiona y no desgasta.
Las conversaciones que, como en cualquier ciudad española, de una se entera hasta de los más pequeños detalles. Parejas que se aman, amigos casuales, gente formal. Tiendas y tiendas, sobre todo bares.
Pero me siento flotar por las calles, como un pequeño laberinto. Como una pequeña Barcelona.

Cuando pasa el tiempo echo de menos ésta vida cosmopolita, romántica entre palmeras. Tiene algo de mágico, algo de especial. No sé si será por la tal Elena de Ílice. Pues descubrí ésta ciudad de verdad a la vez que conocí su sonrisa.

Siempre me hace evocar sus calles la banda sonora de Amelie, a la vez que no puedo evitar sentir su mano acariciando la mía. Sus ojos tímidos evitando los míos y el orgullo hacia su hogar.
 Me siento una viajera enamorada y la tristeza me invade cuando abandono esas tierras, en un tren ruidoso y sin compasión. Me quedo con la calidez de su misticismo en el corazón hasta que otro día vuelva a su seno y vuelva a emborracharme de ambrosía ilicitana.





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